Ya no recuerdo cuando fue la primera vez que dije que sería
la última vez que te escribiría. Pero cuando empiezas a escribir algo grande en
una página, en vez de pasar, intentas continuar escribiendo en los bordes y los
espacios que quedan entre las líneas, de
palabras que saben a tinta mezcladas con dolor.
Pero por mucho que tache todo lo que te llegué a escribir es
imposible olvidar todo lo que vivimos. Siempre dijimos que intentaríamos
hacerlo lo mejor posible, por si algún día nuestra historia terminase, guardar un
buen recuerdo de ella, y que al recordarla solo fuésemos felices.
Pues bien, a mí solo me hace feliz recordar aquellas tardes
que pasábamos en tu casa, tirados en el sofá, sin decir nada porque ya se lo
decían todo nuestras manos y nuestros labios. Me hace feliz pensar en las
huidas, en las escapadas que hacíamos sin planificar. Cuando me mandabas un
mensaje y me decías: “estoy en tu puerta esperándote, baja tal y
como estés que nadie nos verá, vamos a huir lejos, muy lejos”, y me faltaba
tiempo para estar abajo con una coleta hecha con prisas, con un pantalón corto
y mi camiseta preferida que me regalaste aquella noche en que me te la dejaste sin
querer en el suelo de mi habitación.
Bajaba como un huracán, y
eras capaz de hacerme sentir una revolución cuando me abrazabas y me mirabas con
esa sonrisa, para luego regalarme un beso que casi me dabas con los dientes de
tanta felicidad como traías. Y te decía me llevases lejos de
este barrio, que fuésemos a un lugar por conocer.
Y es que éramos dos
sonrisas a medias que sumaban una, éramos dos cuerpos que empezábamos a sentir
vértigo al subir tan alto en esta noria, pero ningún vértigo se comparaba al
que sentía mi lengua cuando se balanceaba sin paracaídas por la pendiente de tu
cuello. Y hacías que el mundo estuviese, para mí, condenado a
pasar desapercibido. Y ahí era cuando más felices llegamos a ser, en esas
huidas, en pasar horas en el sofá, a oscuras mientras te leía poemas, textos escritos por mi, las ganas que tenías de quitarte la camiseta y
escribirte versos, y darte besos, por toda la espalda.
Pero llegó un momento en
el que a veces me querías y otras simplemente querías poder quererme, pero
dejaste de encontrar motivos para hacerlo. Yo no creía en el desamor, pero
dejaste de hacerme el amor cada noche y me rompiste. Y te entró miedo, mucho
miedo, miedo a estar viviendo en el corazón de alguien, te entró claustrofobia
a pasear descalzo por mis sueños. Y el miedo pudo contigo, y en consecuencia
con nosotros.
Y hoy sigo pasando por la puerta de tu casa,
sigo quedándome allí un rato, mirando ese portal negro con pena, y te veo
salir, te veo en muchas partes, incluso he llegado a verte de la mano de otra chica, como si hubieses perdido el miedo.
Mientras, yo sigo hablándole de ti a otros chicos en mi cama, hablándoles del
vértigo que me hacían sentir con tus besos, de todas las ciudades que
recorrimos juntos de la mano, enseñándoles las fotos nuestras con la cámara
Polaroid, haciendo el tonto, tapándome la cara con tu gorro gris mientras me
mordías la oreja, poniendo cara de tontos –o de enamorados, que viene a ser lo
mismo-. Te metiste donde nadie te llamaba y te fuiste sin pedir permiso. Antes
huíamos juntos, y hoy huyes de mí.
Y me pregunto: “¿a cuántos latidos más con tu nombre estoy de
romperme el corazón?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario